¿Cómo se puede medir una vida? ¿Según las victorias? ¿Las derrotas? Alguna vez oí que sólo se puede medir según los momentos, aquellos instantes que nos dejan sin aliento, aquellos que perduran en nuestra memoria mucho tiempo más allá de cuando sucedieron.
Últimamente no recuerdo ningún momentos que me emocionara en exceso, pero creo que puedo estar viviendo uno de los momentos más agradables aún a la vez más estresante de los últimos años a nivel personal.
Mi historia en las amistades nunca ha sido sencilla, un camino lleno de obstáculos que me han tenido que ir moldeando golpe tras golpe. Incluso en la veintena, sigo teniendo inseguridades sobre los amigos que creía haber arrastrado tras mi paso por el instituto. Pero si hay algo que el tiempo, tristemente, me ha enseñado, es que nadie puede permanecer en tu vida si está obligado. La gente que me considera importante en su vida me lo ha demostrado, con pequeños detalles, pero el cariño mutuo se nota.
Mucho tiempo he sufrido intentando mantener a la gente a mi alrededor, pero mis fuerzas ya no dan para más, y mi experiencia me ha obligado a abrir los ojos, de una forma fría y cruel, pero creo que necesaria.
En los últimos dos años, he podido conocer a la gente más amable, sincera y cariñosa, a pesar de venir envueltas en personas que no atraían mi atención en un comienzo. Son los pequeños prejuicios, incluso pensando que no los tenía en mi interior, los que me hicieron mantenerme alejada de ellos en un comienzo, a expensas de seguir arrastrándome detrás de mi grupo de amigos, sin darme cuenta de la triste verdad.
La gente se separa, no por falta de amor mutuo o intención personal, si no porque las vidas prosiguen unos caminos diferentes, los intereses comienzan a diferir de los anteriormente pensados, la nueva gente que entra en la vida nos abren poco a poco a otras experiencias. Y lentamente, las conversaciones se transforman en un par de líneas, los saludos se convierten en una obligación, y al final sólo queda una de esas personas, con el corazón aún encogido, intentando revivir la amistad anterior. Pero una amistad no puede sobrevivir a la sombra de una persona, se necesita que la cuiden ambos participantes.
La buena amistad, aquella que calienta nuestro corazón, que nos devuelve la calma en nosotros mismos, y que nos da el impulso a mejorar como persona, dar más de nosotros por los demás e incluso por nuestro propio beneficio, es aquella más inesperada y natural. No hay que buscar a la persona que pudiera cumplir con nuestro canon perfecto, esa persona en realidad no existe. Sólo debemos permanecer abiertos a la gente, ser amables y pacientes con las personas a nuestro alrededor. Saber reconocer la gente tóxica, que no aporta nada a nuestra vida, y aprender a rodearnos de aquellas personas que quieren nuestro tiempo, nuestras experiencias y nos ayudan a cumplir nuestros sueños.
Son esas personas las que se ganan el título de amigos.